CASTRO-PÁEZ, Encarnación. De Tartesos a Hispania. Geografía y etnografía en la literatura greco-latina. Barcelona: Bellaterra, 2023, 322 pp., 15 figuras y 11 cuadros. [ISBN: 978-84-18723-65-0]

Tras la publicación de monografías como De nuevo sobre Estrabón. Geografía, cartografía, historiografía y tradición (Sevilla, 2018) y Geografía y cartografía de la Antigüedad al Renacimiento (Alcalá de Henares, 2020), esta última en colaboración con Gonzalo Cruz Andreotti, Encarnación Castro-Páez presenta, en su nuevo ensayo De Tartesos a Hispania. Geografía y etnografía en la literatura greco-latina (Barcelona, 2023), un sólido estudio sobre las numerosas fuentes geo-cartográficas del mundo clásico que se refieren a nuestra península.

El tema que aborda la autora no es, en absoluto, sencillo, pues al tratar la Historia Antigua de la Península Ibérica siempre tenemos la idea de extrema heterogeneidad y diversidad que caracteriza la región, una heterogeneidad a todos los niveles (étnica, política, económica, cultural) que, si bien irá caminando hacia cierta uniformidad u homogeneización con el poder de las águilas romanas, complica enormemente el estudio de esta etapa histórica. Por ello, la lectura de esta obra es sumamente útil para cualquier estudiante de las asignaturas universitarias relacionadas con la Península Ibérica en la Antigüedad, así como para todos aquellos que estén interesados en la geografía y en la etnografía antiguas.

La obra De Tartesos a Hispania se encuentra dividida en cinco capítulos que, por lo común, se subdividen en secciones en función del autor o de las fuentes a tratar en cada apartado. Después de un preámbulo presentado por Gonzalo Cruz Andreotti, profesor de la Universidad de Málaga cuyas líneas de investigación basculan entre la problemática de las identidades étnicas y la ciencia geográfica en la Antigüedad, nos encontramos con una introducción (pp. 17-21), en la que, a pesar de su brevedad, se nos presentan algunas claves para entender el funcionamiento del método geográfico en el mundo clásico, tales como la progresión de las fuentes desde la costa hasta el interior; o la dicotomía existente entre la tradición y la innovación, tema reflejado en el seguimiento de tópicos geográficos o étnicos.

Una vez hechas estas aclaraciones y, tras presentar el programa de la obra, comenzamos nuestro recorrido con el primer capítulo, titulado “La compleja génesis de un género literario: la geografía, un instrumento para explicar y dominar el mundo conocido” (pp. 23-53), donde se abordan más ampliamente otras cuestiones de interés para explicar los métodos, dificultades o manera de acercarse a la forma de describir el mundo en la Antigüedad. El discurso del capítulo se inicia con la temprana colonización griega y la vinculación de este pueblo con el mar, elemento hostil pero que al mismo despierta la curiosidad y que es imprescindible para el comercio. Además del mar, que aparece ya en las obras de Homero y Hesíodo, la autora procede a distinguir entre numerosos conceptos vinculados al recorrido ejercido por los helenos, como el periplo o viaje en la costa, γῆς περίοδος o viaje terrestre, la corografía o análisis de una zona concreta o del mundo mediante un recorrido, y la periégesis o guía regional, cuyo ejemplo paradigmático sería Pausanias. El nacimiento del método geográfico, a pesar de contar con elementos en los mitos y en la poesía arcaica, se suele situar en una Jonia marcada por filósofos y eruditos como Anaximandro o Hecateo de Mileto. Acto seguido, Castro-Páez aborda las Historias de Heródoto de Halicarnaso, después de las cuales entramos en un segundo gran momento para la geografía griega, concretamente, en el período helenístico, a través de figuras como Eratóstenes de Cirene o Estrabón de Amasia.

Continúa el trabajo se abre con el segundo capítulo, titulado “Entre mythos e historía: el extremo occidente desde los primeros testimonios hasta Eratóstenes” (pp. 55-87), donde, como la propia autora señala, la gran dificultad presente tiene que ver con la amplitud de la época tratada (siglos VIII-III a.C.), la variedad de las fuentes literarias en lo que a forma y contenido se refiere, y el problemático proceso de transmisión de las mismas. Comienza con la fascinación legendaria que generó nuestra península en los autores griegos, comenzando con Homero, Hesíodo y la Gerioneida de Estesícoro de Himera, en cuyas obras encontramos una vaga imagen del lejano occidente. Es el boyero Gerión, terrible monstruo compuesto por tres cuerpos, la figura más importante relacionada con estas tierras, especialmente por su encontronazo con Heracles. A partir de este núcleo inicial, asistimos al nacimiento de la Historia gracias a la labor de los autores jonios, comenzando con Hecateo de Mileto, quien ya establece la división de la zona a partir de póleis y ethne; y con el gran Heródoto de Halicarnaso, cuyo interés por el misterioso Tartesos se plasma en la narración del viaje de Coleo de Samos y en la descripción de las riquezas del mítico Argantonio, por lo que sólo le llamaron la atención aquellas noticias que tenían que ver con su propio mundo. Por lo demás, la autora pone de manifiesto que, aunque Heródoto todavía carga con ciertas fabulaciones teratológicas, sobresale por poner en duda la imagen del Océano proyectada por Homero. No se olvida Castro-Paéz de otros autores, como Herodoro de Heracles, Éforo de Cumas o Timeo, de quienes hace diversas anotaciones. Llegamos así a lo que la autora denomina la ordenación alejandrina, por la significativa labor llevada a cabo por los eruditos de época helenística, que supusieron un importante (aunque no definitivo) avance en la descripción del extremo occidente. Así, por ejemplo, de Eratóstenes de Cirene destaca diversas cuestiones, tales como la forma en que este autor es tratado por Estrabón, y de los problemas que plantea la transmisión a la hora de analizar los datos que dejó dicho geógrafo sobre la península ibérica.

En el tercer capítulo, “La irrupción de Roma y su reflejo en el imaginario griego” (pp. 89-122), pasamos al segundo gran protagonista colectivo del mundo clásico, el casi todopoderoso pueblo romano, que en su día dirigió y culminó, con la connivencia u obligación del Senado, la unificación del entorno mediterráneo al amparo de la loba capitolina y bajo la protección de las vigilantes águilas. En esta ocasión, Castro-Páez se centra en tres autores de origen griego al servicio de Roma, antes de referirse a los escritores propiamente latinos, temática que abordará en el siguiente párrafo. La primera figura tratada es Polibio de Megalópolis, del que se destaca la síntesis que realiza entre la tradición y la innovación del modo de escribir historia, patente especialmente en el carácter práctico que el arcadio confiere a su obra, así como en distintos pasajes donde se refiere a la Geografía. Además de la triangulación del mundo mediterráneo, que explica detenidamente Castro-Páez, Polibio es significativo por poner de manifiesto un mejor conocimiento que poseían los griegos de la península, de sus ríos y grupos étnicos que allí habitaban. Finalmente, la autora resume, muy acertadamente, el valor del megalopolitano en el hecho de que supone la transición entre Grecia y Roma. El segundo gran personaje tratado en este capítulo es Artemidoro de Éfeso, autor de Geographoúmena, obra de la que sólo quedan referencias en autores posteriores y fragmentos problemáticos, como el Papiro, cuya polémica es explicada claramente en el libro. A pesar de estas dificultades, Castro-Páez explica las innovaciones representadas por Artemidoro, tales como la división de la península en dos provincias o la aparición de Iberia e Hispania como sinónimos, así como la ya tradicional metodología descriptiva utilizada. El siguiente protagonista tratado es Posidonio de Apamea, citado en numerosas ocasiones por Estrabón a propósito de diversos datos.

Pasamos a continuación al cuarto capítulo, que se titula “Hispania pacata est. El conocimiento geográfico y la conquista de la Península” (pp. 123-180), donde la autora resalta el hecho de que los escritores latinos que nos han legado referencias a Hispania son, en su mayoría, militares, por lo que la información escrita hace un lógico hincapié en el costoso proceso de conquista que culminó finalmente con las operaciones dirigidas por Agripa en nombre de Augusto. Tras esta introducción, comenzamos precisamente con la excepción a este panorama de escritores que ejercieron la carrera de las armas: Tito Livio, cuya obra, Ab Urbe Condita, recoge, a pesar de no conservarse completamente, numerosas noticias. En este sentido, los datos aportados por Livio son de primer orden, pues, tras la mención del casus belli que significó Sagunto, el historiador relata, año por año, las campañas de los romanos desde la creación de las provincias hispanas en el 197 a.C. hasta la guerra de Sertorio. En segundo lugar, Castro-Páez se centra, con gran acierto, no sólo en Julio César, sino también en el corpus literario cesariano que no parece que fue escrito directamente por el dictador: Bellum Alexandrinum, Bellum Hispaniense y Bellum Africanum. La relación de César con nuestra península es, como pone de manifiesto la autora, bastante fructífera, puesto que, además de las operaciones que dirigió en suelo hispano durante su propretura, el gran conquistador volvió a la “tierra de piel de toro” en dos ocasiones durante la guerra civil, conflicto que precisamente abrió y cerró, respectivamente, con las batallas de Ilerda (49 a.C.) y Munda (45 a.C.). En este punto, la autora se centra principalmente en la explicación de la importancia que supone la geografía en los escritos cesarianos. Tomando como punto de partida la clasificación trazada por Michel Rambaud, nos habla de las relaciones existentes entre el espacio geográfico, estratégico y táctico en el corpus literario del dictador, antes de pasar a su sucesor, Octaviano Augusto, cuya importancia para Hispania viene dada por su triunfo final (o, mejor dicho, el de Agripa) sobre los díscolos astures y cántabros, así como sus políticas colonizadoras y reformas administrativas. Este último aspecto, el de la reorganización de Hispania en Bética, Lusitania y Tarraconense (subdivididas, a su vez, en numerosos conventos), llama bastante la atención a la autora, quien trata también la problemática de la provincia Transduriana mencionada en el berciano bronce de Bembibre. Finalmente, en el libro también se trata la importancia del gran enciclopedista Plinio el Viejo, que nos ha transmitido la obra perdida de Agripa en su monumental Naturalis Historia, destacando el avance que se ha logrado para este punto de la descripción de la Bética, sin duda, la más romanizada de las tres provincias hispanas, como se reconoce desde la propia época del fundador del Imperio.

En cuanto al quinto capítulo, este se dedica enteramente a “Estrabón y su Iberia romana” (pp. 181-220). La importancia del trabajo de Estrabón de Amasia para la descripción de la península es, en este sentido, bastante relevante por dedicar un libro entero de su Geografía (concretamente, el III) a una Iberia que ya había entrado en la órbita romana con el nombre de Hispania, dignidad que sólo se repite en el caso de Grecia, que ocupa el libro VIII. En primer lugar, Castro-Páez comienza con la explicación del método estraboniano, que combina estrategias típicas de los periplos con la inclusión de referencias geométricas, no exento, como bien pone de manifiesto, de errores. No obstante, al avanzar en la lectura de las siguientes páginas, comprendemos pronto por qué el erudito de Amasia disfruta de un capítulo entero, pues la autora prosigue con el análisis de las áreas peninsulares tratadas por el geógrafo, en concreto, la rica y civilizada Turdetania, la fértil pero hostil Lusitania y las costas atlántica y cántabra, Celtiberia, el litoral mediterráneo y las islas Baliárides, gadiritas y las Casitérides. De nuevo, se nos deleita con los patrones clave que utilizan las fuentes antiguas para referirse a las tierras peninsulares y a sus pobladores, antes de realizar una valoración final sobre los planos de lectura que se pueden realizar al abordar este tema.

Llegamos así a las conclusiones, donde tenemos la oportunidad de repasar nuevas claves de cómo ha tratado la historiografía el uso de la geografía por parte de los autores griegos y latinos, de manera que tendríamos una clara distinción entre los primeros, más preocupados por las identidades étnicas, a las que subordinarían las descripciones cartográficas; y los segundos, típicamente prácticos y utilitaristas. Uno de los méritos de la obra radica, por tanto, en aportar una importante matización de esta idea y por poner de relieve la evolución constante de la manera de describir el mundo en la Antigüedad clásica. Después de estas reflexiones finales, nos encontramos con un útil índice geográfico de topónimos antiguos y modernos, otro índice de étnicos y nombres propios, y una extensa bibliografía, que comprende unas 50 páginas.

No podría pasar por alto mencionar la importancia y la dedicación de los cuadros dispersos a lo largo de este ensayo. En ellos, se recogen de forma minuciosa las referencias topográficas y etnográficas que nos ofrecen los autores principales utilizados, en concreto, Hecateo, Heródoto y Estrabón (pp. 83-87), Polibio, Artemidoro, el Papiro, Posidonio, (pp. 113-122), Livio, el corpus cesariano y Plinio el Viejo (pp. 160-180), y, finalmente, Estrabón (pp. 207-220). En cuanto a las imágenes reproducidas, a pesar de la calidad de las mismas, quizás habría sido más interesante reproducir los mapas al tamaño correspondiente a una página completa, para apreciar mejor los nombres incluidos en ellos, especialmente si tenemos en cuenta el carácter fuertemente pedagógico del libro. No obstante, la obra, en la que se aprecia constantemente la capacidad de síntesis de la autora, se perfila como un valioso instrumento para abordar un tema un tanto desconocido por la dificultad que conlleva su tratamiento. Ofrece una buena panorámica del tema tratado y cumple sobradamente los dos objetivos señalados en el preámbulo (p. 11): de un lado, proporcionar una sucinta guía analítica del pensamiento geo-etnográfico de los autores clásicos, y, de otro, explicar la evolución de la imagen que tenían estos escritores de nuestra península.

Sergio Terrón Berrocal
Universidad de Salamanca
sergio.terron@usal.es